Horacio Quiroga: la vida trágica del gran cuentista rioplatense

No fue un “escritor maldito”. Más bien, maldecido. La vida de Horacio Quiroga, surgida en Uruguay, desarrollada gran parte en Argentina, fue una larga sucesión de desgracias.

Su amigo, el escritor Ezequiel Martínez Estrada, la definió en dos oraciones: “Ha sido, sin ninguna duda, la más dramática y tremenda de sus obras. En parte es reconocible en ella la mano del Destino (en su biografía esto es impresionante y hasta evidente), pero en gran parte fue forjada por él, por su carácter, por su daimon incontrastable”.

Pionero del modernismo, como Rubén Darío y Leopoldo Lugones, admirador de Poe y Kipling, London y Dostoievski, Quiroga devino en “rara avis”, y al mismo tiempo en figura arquetípica, al modo de un Robinson Crusoe o de un Hemingway sudamericano; un autor en la que su vida y su obra están entrelazadas, unidas por una infinidad de experiencias que, vía los vasos comunicantes de la escritura, se plasman en sus relatos sobre el hombre enfrentando las adversidades de la naturaleza; en las selvas y en los montes; soportando la soledad y, en muchos casos, recibiendo la muerte.

Quiroga, a diferencia de Lugones, abandona conceptos literarios y se ocupa de temas y realidades. Esas realidades son sus propios momentos en la vida: joven dandi uruguayo, viajero a París, acompañante como fotógrafo para Lugones en su viaje a las ruinas jesuíticas de Misiones, profesionalización como escritor y vida en Buenos Aires, sus posteriores estadías en el monte y los temas que de allí fueron surgiendo, como las muertes con las que tuvo que lidiar.

La singularidad de la escritura de Quiroga emerge con el correr de los años, desde cuatro elementos: “sentido de la experiencia”, “presencia de la actividad, “la soledad y la aceptación de los propios límites” y “la presencia de la muerte como la instancia vital más importante”.

Quiroga configura su propio mundo, y es lo que le permite, publicar Los desterrados, “su libro más homogéneo y decidido”, en 1926, el mismo año en que se publican Don Segundo Sombra, de Güiraldes, y El juguete rabioso, de Arlt.

Al final de su vida, con la salud muy deteriorada, ingirió polvo de cianuro y falleció el 19 de febrero de 1937, dejando como legado obras reconocidas por las que se consagró como el mejor cuentista de América Latina.